Ni la circunstancia de que fuera domingo por la noche, usualmente el momento más tranquilo de la semana, ni el partido del Junior en la televisión fueron óbice para que la violencia perturbara la paz en Barranquilla este fin de semana.
Unos 90 clientes gozaban del fútbol en un estadero de la carrera 8.ª cuando dos pistoleros llegaron al establecimiento y dispararon al menos 20 veces. Seis personas cayeron heridas y cuatro murieron en el sitio, entre ellas un patrullero de la Policía. Una de las lesionadas sigue bajo pronóstico reservado. Según información preliminar de las autoridades, el móvil del atentado estaría relacionado con la disputa por las rutas del ‘pagadiario’ en el sur de la ciudad.
La masacre se suma a otros hechos violentos en el área metropolitana de Barranquilla que hemos condenado desde estos renglones, como la balacera ocurrida en octubre en una lujosa fiesta en el municipio de Puerto Colombia y las continuas extorsiones que vienen padeciendo comerciantes y empresas de transporte urbano.
El alcalde Pumarejo anunció una recompensa de 100 millones de pesos por información sobre los asesinos, y las autoridades afirman estar tras su pista. Pero más allá del necesario esclarecimiento de este episodio, lo que pone de presente, de nuevo, es la complejidad de un problema nacional. Al igual que otras ciudades colombianas, la capital del Atlántico se encuentra atenazada por la violencia de las mafias que controlan el narcotráfico, la extorsión y el ‘gota a gota’.
Sin un apoyo decidido del Gobierno central será imposible encontrar una salida a esta problemática. En el marco de la paz total, y de forma paralela, el Presidente y los ministerios encargados de la seguridad deben focalizar esfuerzos para desactivar las estructuras criminales que se multiplican en esta y otras regiones, con fatales consecuencias. Incluso en la Arenosa, que alguna vez fue llamada el ‘remanso de paz’ de Colombia, se ha perdido la tranquilidad, que hay que defender sin reservas.
